Las palabras siempre son las mismas. Hasta los neologismos salen de otras palabras que no son nuevas. ¿Hay modo de crear una palabra nueva, por completo nueva, sin romper al mismo tiempo todo puente con los otros que leen?
Hay límites hasta donde se pueden empujar las palabras para que renazcan, dejando un mínimo hilo hacia el otro, suficiente como para que al menos le haga brotar una duda, un gesto.
Pero también hay un modo de intentar crear algo nuevo con lo viejo, sacándolo de su habitual contexto, de su común uso, obligándolo a decir lo que no dijo nunca y a callar lo que venía diciendo. Se frota una palabra hasta que salte la chispa. Quema. Hay que chamuscarse los dedos. No puede no renacer de las cenizas. Y no hay forma de que una palabra deje cenizas si no se encarna. Hay que prestarle cuerpo, cuerpo para que se encienda, y arda.
La música para mí es muy importante. El sonido de las palabras crea una música, cada palabra suena, vibra, de una manera. Y si se juntan suenan de determinada manera. Los silencios influyen en la manera de sonar, los distintos silencios, más largos, más cortos, más angostos o más amplios. Hay formas de anotar esos silencios. Convenciones que, igual que la fonética, dan pistas sobre cómo algo que está ahí escrito debería sonar.
Sin embargo cada uno lee como quiere, escucha como quiere. Como quiere y puede. Percibe cosas que el que escribió no supo que ponía, no ve otras que el que escribió consideró tan obvias, tan visibles. Si algo tiene de maravilloso nuestro lenguaje es lo alejado que está del código. Si algo tiene de terrible nuestro lenguaje, es lo alejado que está del código. Tratamos de apresarlo en letras y se nos desliza y escapa bajo nuestra propia nariz. No sin antes habernos robado y descontado unas cuantas bocanadas de nuestra propia respiración, que no olvidemos no es eterna. Y sin embargo es en ese mismo desliz donde renace, donde adquiere esa impalpable cualidad que nos deja boquiabiertos, deslumbrados ante el rayo que por un instante quiebra la oscuridad y nos produce la sensación, que tampoco dura más que un instante, de qué suerte estar ahí.