Escribir es entrar en un sueño abierto a los infiernos. El límite que enmarca esa abertura lo forma la línea discontínua de lo que se escribe. Hay que deslizarse por esos trazos. Como dice
Marguerite Duras en Écrire: “No es solamente la escritura, el escrito, es los gritos de las bestias de la noche……..”. Son esos gritos los que agitan los fantasmas que se aparecen a horas inciertas con pedidos todavía más inciertos pero que empujan, exigen, que se tome nota.
Se anota, qué otra cosa puede hacerse, siguiendo la música que cada lengua tiene. Esa música es parte fundamental de la composición del texto escrito. No sólo hace a su ritmo, a su respiración, a su resonancia, sino que interviene también en la significación: las palabras suenan. Hay que escucharlas. Hay que hacerlas sonar.
Sobre gustos no hay nada escrito, decía una vieja que le echaba claveles a la sopa. Para escribir, con gusto hay que hacer lo que una vieja hace: echarle claveles a la sopa. Con esa sopa de las palabras que tomamos todos los días, cada día, las misma palabras que se cocinan en la misma olla y se enfrían y se congelan en los platos de los discursos cotidianos de los que intercambiamos cucharardas de caldo en el que flotan porotos o fideos, cucharadas gastadas que tragamos sin pensar demasiado, de esa misma olla hay que sacar sopa de claveles. La metáfora y la metonimia corren en el caldo, aunque haya porotos o fideos, pero el uso diario y convencional de la sopa duerme las posibilidades de multiplicar las significaciones. La costumbre del uso, la falta de atención, reducen la sopa a otra vez sopa. Sin embargo, si se presta atención, salta lo inesperado: encontramos el clavel en la sopa, en la misma sopa, y produce un efecto de sentido que viene a clavarse en el corazón de la monotonía. Y lo escribimos, por supuesto. Escribimos sobre ese gusto.
Cuando se está inmerso en un trabajo de escritura, se mantiene una atención flotante. En todo momento el trabajo está presente, no duerme. Mientras hacemos las tareas cotidianas, en la calle, en los viajes, en el semisueño nocturno, hay una atención que en segundo plano vigila. De pronto se presentan ideas, palabras, frases que se van anotando, y se entra en un trabajo más intenso, porque una frase llama a la otra. Macedonio Fernández escribía a la hora de la siesta, desde ese semisueño amodorrado que facilita que aparezcan esas frases que vienen a imponerse. Pero no todo es vigilia la de los ojos abiertos, y se anda por ahí, sosteniendo como se puede esa atención flotante que es la responsable de provocar las distracciones diarias que van desde preparar café sin café hasta cruzar mal una calle. Por eso el trabajo de escribir es arriesgado. Por eso y porque sin riesgo se escriben pasatiempos plácidos.
Leyendo textos de distintos autores es como se descubren ciertos recursos. Lo mejor es que estén disponibles para que aparezcan en el momento oportuno, que se presenten cuando sean requeridos por el texto. Para eso es bueno leer y olvidar. Lo más importante de cada texto que se lee es descubrir el vértigo, la montaña rusa, que producen los efectos de sentido. Cada autor con su lengua, si realmente la puso, nos provoca la sacudida en el plexo solar.
Los géneros son también recursos que se tienen a disposición para poder darle al texto la forma que mejor le cuadre, pero siempre en función del texto mismo. Acá también es cuestión de saber escuchar para ver cómo conviene disponer eso que quiere decirse.
Eso que en vez de repetir crea. O incluso repitiendo adrede un coagulado cotidiano crea. Se retuercen las palabras, se extranjerizan, se empujan al límite. Pero no más que hasta el límite. En ese límite se trabaja. En esas palabras estamos. Retorcidos, extranjerizados, empujados al límite.Y no se puede retroceder porque la placidez nos llevaría del semisueño a la semimuerte de la pura, maquinal, repetición. Es en ese fino borde, esa ranura de rueca, el huso del uso, que se hila la escritura. Por eso el hilo del escrito alcanza la máxima intensidad y la máxima tensión.
No está de más recordar que nuestra lengua es el argentino. Decirle español es hablar de otra lengua. Decirle castellano es diferenciarla del español, pero con un nombre prestado, arcaico. En España le dicen español argentino, es decir: todos son españoles, con algunas cualidades autóctonas que merecen que se los adjetiven, para que nuestras lenguas no se desafilien. La lengua que hablamos acá, la nuestra, ya está desafiliada del español. Es otra. Por qué no empezar a llamarla argentino.
¿Cómo abordar todas estas cosas, y otras, en un taller?. Desde el uno a uno de los textos, desde las preocupaciones y dificultades y curiosidades de cada uno de los autores. Poder compartir ideas, inquietudes, discutir, escuchar el texto, cada texto, el propio como si fuera de otro y el del otro. Darle a la lengua sin asco, con gusto retorcerla en espiral hasta las estrellas, hasta que fugue en escritura.
1 comentario:
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