Primero pongamos la lupa sobre comunicar. Cuando digo comunicar, me refiero a alguien que quiere expresar algo con la intención de que el otro lo entienda. Para eso necesita recurrir al código, donde cada cosa que expresa quiere decir siempre lo mismo para todos. Cuando una necesita un baño, busca una puerta que de alguna forma (con la inicial, la palabra completa, el dibujito, el dibujito de algún accesorio culturalmente reconocido como femenino, o lo que se le haya ocurrido al que puso la puerta) diga Damas. Las convenciones, lo culturalmente aceptado, lo cotidianamente repetido, el uso diario, hacen al código. Lo construyen, lo alimentan, lo mantienen, lo van modificando. Los distintos contextos acompañan y brindan seguridad, la seguridad del código: si conversamos amablemente en casa y pregunto ¿querés mate?, no creo que nadie se piense que le ofresco una cabeza. Pero si estamos discutiendo y me saco un poco y entonces de pronto pregunto ¿pero vos qué tenés en el mate?, difícilmente alguien me conteste ¡yerba!. Y todo va bien dentro del código, porque es una zona tranquila, tibia, armónica, neutra. Hasta que en algún descuido, nos damos cuenta o nos acordamos de que algo falta. Falta el lugar donde dice que tal cosa corresponde a tal cosa y no a tal otra. En ese instante, por breve que sea, toda la estantería de la comunicación se nos viene abajo. Pero tenemos una habilidad tremenda para rearmarla en dos minutos, y así podemos seguir con nuestra siesta de los trópicos sin sobresaltos.
Ahora tomemos transmitir. Lo pienso como el intento de que algo de lo que quiero expresar pase al otro, lo mueva, lo conmueva, lo cambie. Que no sea igual antes que después de su encuentro con mi expresión. Algo físico, que pase de un cuerpo a otro cuerpo. Para eso el código no me sirve. Al contrario. Si hay algo que creo que obtura la posibilidad de transmitir, es refugiarse en el código. Todo va bien si encuentro la puerta que que en alguna de las tantas formas dice Damas. Es lo esperable y me alegro de que así sea. Pero desagotada la urgencia que me llevó hasta ahí, me olvido de la puerta. No me saca el sueño. No vuelvo a pensar en eso. Entra y sale de mi mundo cotidiano sin grandes sobresaltos. Sin consecuencias. Sin sorpresas. Para transmitir, justamente, tengo que romper el código, maltratarlo, dejarlo de lado. Abro las otras posibilidades, las que no son esperables. No me detengo en los lugares donde todo va bien y se entiende y son cómodos, sino en los otros. Busco los puntos donde se ve que una cosa dice otra cosa que no es la esperada. Porque lo que quiero expresar, primero me afecta profundamente, tiene un anclaje en mi cuerpo, lo siento. ¿Cómo hago para que afecte a otro, que lo afecte tan profundamente como me afecta a mí, que lo sacuda hasta en lo corporal, cómo le transmito esto que me sacude y me conmueve?. El código del buenosdías, el código mecánico de la abejita que entiende muy bien los mensajes que recibe y responde siempre de la misma manera, como corresponde, sin cuestionarse nada, no me alcanza. Por suerte o por desgracia, según como se lo mire, yo tengo otras aspiraciones que las de la abejita: cuando intento transmitir algo, lo que menos me preocupa es que me entiendan. Porque al fin y al cabo cada uno algo va a entender, si está dispuesto. Que entienda lo que quiera y pueda. Yo pretendo que se asome conmigo a los abismos sin caernos, que sienta el vértigo que siento, que se duela con lo que me duelo, que toque las miserias y grandezas de lo humano sin exponérselas de verdad ante sus ojos porque para eso no tiene más que salir a la calle. Trato de expresar lo que todo eso produce en mí, no de ponerlo tal cual sobre la mesa porque el tal cual cada uno es dueño de ir a buscarlo. Es lo que yo puedo hacer con todo eso lo que intento transmitir.
Los campos de la comunicación son vastos y transitamos por ellos todo el tiempo. Los de la transmisión son puntuales, efímeros, apenas instantes que se pierden en los regueros de las comunicaciones. Pero es lo que me diferencia de una abeja.
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